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miércoles, 25 de septiembre de 2013

CRÓNICA// LA VIDA SECRETA de una chica prepago



Liliana, una tentación hecha mujer, cuenta la realidad de vender el cuerpo, experiencia que, a pesar de generar ingresos económicos, destruye profundamente la estabilidad emocional de muchas jóvenes.

Robert Arapé / panodi.com


Ilustración: Verónica G.

“Yo, Liliana, cuando comencé a ejercer el oficio más antiguo del mundo, deseaba salir de abajo, tener dinero a manos llenas, satisfacer todos los caprichos que se me antojaran, hasta tocar el cielo si me fuera posible. Solo demasiado tarde comprendí que, en vez de escalar la montaña de la vida hasta la cumbre de un hermoso porvenir, descendí a un abismo más profundo, más solo y más horrible que donde me encontraba, aunque tenga ahora para pagar las cuentas.

Tengo 26 años, signo escorpio. Piel morena clara, aterciopelada al tacto. Ojos verdeazulados; hipnóticos, penetrantes. Cabello castaño claro. Figura de una tentación hecha mujer: labios carnosos, con un lunar al lado derecho superior; senos a la medida, indudablemente operados; caderas de sirena; piernas fuertes; mirada tierna y caminar pausado con tacones altísimos porque mido 1,68 centímetros. Siempre estoy perfumada, vestida con jeans apretaditos y blusa transparente y escotada.

Atiendo regularmente a una docena de clientes al mes, reportándome ingresos fijos que llegan a los 10 mil bolívares; además del amigo que me paga el alquiler del apartamento y otro que me da para hacer mercado.

Nací en el Hospital Pedro García Clara, en Ciudad Ojeda, y luego mi familia se mudó a Cabimas. Yo me vine a vivir a Maracaibo a estudiar en la universidad y entonces conocía a Vicky, nacida y criada en Punto Fijo, compañera de clases en la escuela de contaduría pública, con unos 19 años hermosos, y quien andaba pensando en un asunto sin decidirse: una señora llamada Carmela le había ofrecido trabajar como dama de compañía porque era joven, bonita y educada; además, la paga era buena y ella estaba más limpia que rodilla de lavandera, como dicen los falconianos.

Un mes en que mis padres no pudieron darme la mensualidad para pagar la residencia, ubicada en La Victoria, le dije a Vicky que me diera el número de la señora Carmela. Llamé y fui hasta su casa, un apartamento, aparentemente de estudiantes, ubicado en un edificio de la zona norte. Cuando Carmela me vio, me sentí como si hubiese sacado 20 puntos, porque me dijo que me mudara de inmediato aunque tenía mucho que aprender. ‘Vas a hacer lo que te diga. Y vas adonde te mande. No te faltará comida ni techo. Ni plata tampoco’, me dijo. Estaba confundida, dispuesta a lo que fuese, y eché a la basura el buen ejemplo de mis padres, trabajadores sacrificados, a quienes hoy aún creo que decepcioné para siempre.

Tenía 18 años y no era virgen. Pero al cabo de un par de meses sentía que nunca había tenido tanto sexo en mi vida. Mis novios eran simpáticos y ahora besaba a cuanto hombre pudiera pagar para estar conmigo: bebedores entusiastas, abuelos alegres, enfermos sexuales con la suerte de un buen sueldo, ordinarios que nunca aprendieron a tratar a una mujer.

No era excitante; hay que fingir deseo incluso. Y luego, a pesar del uso del preservativo, está el hecho de una posible infección de alguna enfermedad sexual como sífilis, VIH/sida, gonorrea, papiloma, resultando una verdadera tortura esperar los resultados de uno de esos exámenes.

Todas las compañeras nos reíamos de ser chicas de la llamada vida alegre porque entonces lloraba como nunca. Lloraba porque ahora sí había sido una tonta: abandoné la carrera, perdí mi propio valor como persona, me vendí por unos billetes, era una prostituta, fina, joven, bella, recién operada, transformada de pies a cabeza, bien vestida, sexy, un hembrón, pero prostituta al fin y al cabo, y ése no era mi sueño en la vida, y, aunque comencé a tenerlo todo, sentí que no valía nada porque había tomado el camino fácil.

Aún así, veo muchísimas chicas, recién salidas de sus casas, engañando a sus padres y a sí mismas, intentando hacerse de un futuro en este sendero en vez de estudiar, montar un negocio o casarse, o quizás detenerse porque sé a dónde llegarán.

Acostumbrada a trasnocharme desde el miércoles hasta el lunes, aprendí a beber y a fumar. Y, un día, un señor llamó pidiendo dos chicas. Yo siempre estaba alegre porque me elegían a mí. Pagó una buena cantidad de dinero, además del hotel, y luego expuso la exigencia: escena lésbica. Se dice fácil, pero es terrible hacerlo, si se es heterosexual. Se derrumba un muro que difícilmente vuelve a construirse, y, al edificarse de nuevo, los bloques nunca quedan igual, especialmente en Maracaibo, donde las chicas prepagos también encontramos muchas clientes entre las lesbianas.

¡Cómo da vueltas la vida! Comencé a llamarme Liliana porque ya no era esa joven que llegó a Maracaibo a estudiar, mantenida por sus padres; ahora yo ayudaba a mi familia, mensualmente, y no estudiaba. Y, otro día, un señor pidió un servicio: llegué como siempre y el hombre resultó conocido de mi papá. Aunque estaba delatada, le pedí discreción, por favor; fue uno de los peores hombres con quienes he estado y, a pesar de no decírselo directamente a mi padre, lo comentó entre amigos; se formó la bola de nieve y poco a poco fue rodando hasta llegar el chisme a la casa. Me comporté como una cuaima: ‘Papá, ¿cómo puedes creer eso de mí? Está envidioso porque yo estoy trabajando y su hija, que siempre me tuvo envidia, está más gorda y fea que nunca’. ‘¿Y tu carrera?’, me reclamó. ‘¡Estoy trabajando en una empresa donde no hace falta ningún título universitario. ¿No me ves? ¡Soy una miss!’. Sin embargo, quedó la duda.

Luego, llamaron desde el infierno. Un cliente estaba dispuesto a pagar hasta una suma de tres ceros por una visita conyugal en la cárcel de Sabaneta. ‘No voy’, le dije a Carmela. ‘¿No vas? Muy bien’, respondió. Luego vi todo el horizonte del abismo adonde había caído: por esos días, me llamaron al celular para decirme que mi hermano estaba en el hospital porque le habían dado unos golpes para robarle el carro. ‘Eso y más les pasa a las chicas que no van a Sabaneta’, me dijo Carmela.

Cuando el cliente se obsesionó conmigo, no tuve más remedio que huir de Maracaibo, hacia Falcón y Valencia. Cambié mi imagen mientras me tragó la tierra por un buen tiempo; al menos, hasta que todo se calmase para regresar, y finalmente ha pasado más de año y medio desde entonces. Y estoy vinculada con una organización ‘más sana’, atendiendo solo a hombres más serios y sin exponerme a demasiados peligros.

Y, como socialmente hablando este trabajo no es aceptado, nadie conoce mi vida realmente. Aunque atrayente, estoy sola y, muchas veces creo que también vacía, porque ningún hombre me ha amado de verdad.

Generalmente, tengo que mentir cuando alguien me pregunta con quién estoy saliendo. ‘Con un muchacho del gimnasio’, digo. Pero, a veces, las personas son impertinentes y preguntan: ‘¿Ese señor es tu novio?’. ‘Sí, pero no quiere enseriarse’, respondo. Me siento mentirosa y acobardada, siempre debo estar a la defensiva, aunque deba sonreír y saludar. Las vecinas me ven entrar y salir del apartamento y, evidentemente, murmuran a mis espaldas; los esposos, entre tanto, me miran con deseo. Entonces, también me digo que soy una estúpida porque todos saben quién soy: ‘¡Una chica prepago!’, como dijo una señora respetable y sin pelos en la lengua, durante una reunión de condominio en la que salió a relucir ‘lo buena que está la nueva inquilina’: yo, Liliana, llevada de la mano del dinero a la miseria personal”.


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